domingo, 18 de noviembre de 2012

Comparto piso con Soledad.

Sentada en el alféizar de mi ventanta observo cómo los niños juegan con la nieve en la calle. Ríen, se lanzan bolas, intentan hacer muñecos, aunque sin mucho éxito. Me fijo en un niña. Viste unos pantalones blancos y un abrigo rosa con un gorro que le cubre la cabeza. Aún así, pueden verse sus cabellos rubios, casi transparentes. Ella también parece transparente. Está sola. Observa cómo los otros niños se divierten. Hay algo de melancolía en su gesto. No debe de tener más de cuatro años. Se acerca a un hombre que está de pie al lado de un banco, hablando por teléfono. La niña intenta llamar su atención con unos golpecitos en la pierna. Nada. Él se gira hacia el lado contrario. Ella lanza un suspiro que solo yo parezco escuchar. Se agacha. Coge algo de nieve para despistar a su soledad. La pasea entre sus manos, indecisa. Camina hasta un árbol. Se sienta apoyando la espalda contra este. Una lágrima resbala por mi ajado rostro. Veo que ella frota sus ojos. Su respiración es entrecortada. Ahoga sus gemidos para que nadie la oiga llorar. Mis arrugadas manos frotan mis mejillas, sintiendo las hendiduras del tiempo. Hace algo más de sesenta años, cuando yo nací, murió mi madre. Mi padre era un hombre de negocios y siempre estaba de aquí para allá. No recuerdo su rostro de otra manera que no sea arrugado y ocultando una temprana senectud. Nunca supe llamarlo papá, porque nunca pude llamarlo. Hoy, la casa está oscura. Ya no tengo los pasos de quien un día se acostó a mi lado, ni los llantos de unos bebés que ahora viven fuera. Comparto piso con la soledad. No suele hacer mucho ruido y, aunque parece escucharme, nunca responde. De vez en cuando, suena el teléfono, pero mi voz parece cubierta por el polvo, como un instrumento abandonado. Son llamadas por cortesía, porque hay un vínculo madre-hijos, acaban pronto. Corro las cortinas. Las nueve y media. Es hora de echarme en una cama de la que me sobra la mitad.

Recordar debería de estar prohibido.

Hacía tiempo que no echaba de menos así. Ni con tanta frecuencia. No me acordaba de lo que era empezar de cero. Tenía tan dañado el corazón que lo creía encallecido, impenetrable. No recordaba los nervios que puede provocar una sonrisa, ni eso de mirar a alguien sin llegar a cansarte. Ni siquiera cerraba ya los ojos por un olor perfume. Y, cuando pensaba que lo tenía todo bajo control, que era yo quien manejaba mi corazón y la parte de mi cerebro donde guardo mis sentimientos, cuando creía que era fuerte por haber dejado de llorar y por no extrañar, cuando creía que ya no había palabras que me ilusionasen, cuando creía tener al amor comiendo de la palma de mi mano, nos presentaron.
 
Gracias por hacer que vuelva a creer en algo que tantas veces había salido mal.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Save the last dance for me.

Es una vida que has querido más que a la tuya propia, una vida al lado de la cual has imaginado un futuro, una vida a la que querías abrazar y sujetar con fuerza, una vida que querías que estuviese al despertar al otro lado de la almohada, viendo cómo dormías, una vida que querías que te hubiese dado las buenas noches el resto de tu vida. Ahora, ya ni si quiera hay ningún tipo de relación entre su vida y la tuya. Sabes que se ha ido, que ya no estudia en el mismo lugar que lo hacía antes. Sabes que esa vida, esa persona a la que tú habías querido en silencio durante tanto tiempo, se está autodestruyendo. Que la presión social ha cambiado su forma de comportarse, que toma sustancias que antes no concebía tomar, que la escala de sus principios que creías tan firme ha dado un vuelco, toda la madurez que solía presentar a la hora de hablar brilla actualmente por su ausencia.
Pero sigues queriendo su vida como tu vida.