domingo, 29 de marzo de 2015

Mutilación

Y cuando Mario lo vio todo oscuro supo que ya se había acabado.

Que el amor entre los dos había llegado a su fin.

Que ya nunca más la volvería a sentir.

Que ya nunca más podría ser feliz.

El día en que la luz se apagó en la vida de Mario lucía el Sol.

El dolor se apoderó de Mario como si fuese la primera persona en la que se instalaba.

Y Mario rompió a llorar pensando en su futuro oscuro, vacío e incierto.

Porque bien es sabido que Mario sin ella no era nada.

Que Mario existía desde que la conoció.

Y que Mario se había entregado a ella, sin miedos, sin peros.

Y cuando se amaban, el cielo se quedaba pequeño para Mario.

Porque Mario había crecido de su mano.

Le entregó su niñez, su primer beso, su adolescencia, su primer amor y todos los años de madurez que pudo entregarle.

Porque el amor que Mario sentía hacia ella era incondicionado, sin supuestos. Era un amor para siempre y para todas las horas, cada día de su vida.

Incluso si en casa faltaba el dinero o si la salud escaseaba, el amor de Mario no cesaba.

Y se acentuó más en los momentos difíciles.

Y Mario se aferró a ella como solución a todos los problemas, aunque a veces ella fuese parte del problema.

A Mario no le importaba.

Mario nunca la había juzgado.

Por eso Mario no llegaba a entender cómo ella había podido abandonarle de esta forma.

Tan dolorosa.

Sin tan siquiera avisar con 15 días de antelación, para que Mario pudiese prepararse.

Y es que Mario no recordaba su primera palabra, ni sus primeros pasos.

Pero Mario sí recordaba lo primero que escribió.

Y lo mucho que le gustó la sensación que vino después del último verso.

Acababa de perder su virginidad textual.

Y es que el día que la luz se apagó en la vida de Mario, lucía el Sol.

Y Mario no pudo verlo. 

No volvería a ver jamás.

Se extinguía así su actividad textual. 









lunes, 23 de marzo de 2015

Y tú no estás en la terminal.

En la vida hay olores que te transportan a algún lugar remoto en el tiempo, o igual no tan remoto, pero ya pasado, y, cuando cierras los ojos e inspiras profundamente el olor para sentir lo que en su día sentiste cuando ese aroma invadía aquel lugar, aparece entre tus recuerdos una persona, o incluso varias.

Y es que hay olores, calles, canciones, fechas, fotografías e incluso palabras que en nuestra vida van a quedarse firmadas, con nombre y apellidos. Por mucho que no nos guste, por mucho que nos cueste. Por mucho que nos joda recordar algo que fue y ya no, y que posiblemente no será ya más.

Hay veces que, hasta los más románticos, ven marcada su propia ropa. Porque la llevaron aquel día tan especial. Porque la vistieron aquella noche tan triste.

Y, aunque no queramos darnos cuenta, se trata de esto.

Cada uno de nosotros somos una terminal con fecha de apertura y de cierre, aunque esta última sea una incógnita para la mayoría de nosotros, a la que, con suerte, no van a dejar de llegar viajeros que nos pisarán, nos ensuciarán, pero también nos enriquecerán en todas las manifestaciones posibles de la cultura y ampliarán nuestras fronteras.

Parte de ellos serán aves de paso, que no harán mucho ruido y que intentarán que su estancia sea lo más breve posible.

Solo aquellos lo suficientemente valientes serán capaces de quedarse. No digo para siempre. Simplemente quedarse un tiempo considerado para que, si al final deciden marcharse, nosotros hayamos firmado en su pasaporte.

Y las partidas, si son voluntarias, no son todo lo tristes que nos empeñamos que sean. Quiso irse, ¿no? Si los obligásemos a quedarse ninguno seríamos felices.

Las que más duelen son las inesperadas, aquellas en las que ambos habían encontrado su sitio y, por caprichos de la vida que jamás llegaremos a entender (y que si algún día entendemos nos habremos vuelto locos del todo), nos arrebatan de nuestra terminal a uno de nuestros viajeros más queridos. Aquellos viajeros de los que conocemos a la perfección el sonido de sus pasos y el traqueteo de los ruedines de su maleta. Aquellos viajeros de los que nos gusta y nos resulta agradable el sonido de sus pasos y el traqueteo de su maleta. Aquellos que eligieron nuestra terminal a pesar de las goteras emocionales y de las grietas del recuerdo. 

Y es la ausencia de esos pasos y de esa maleta lo que nos duele, porque no estamos preparados para dejar de escucharlos.

Nosotros, inconscientemente, también pasaremos por una, varias o muchas terminales antes de dejar de viajar definitivamente, con todas sus consecuencias.

Debemos entender que cada uno de nosotros somos, a la vez, un punto de partida y un punto de llegada, que general y afortunadamente no coincidirán en la mayoría de los casos.

Y seremos el resultado de todos los souvenirs que nuestros viajeros dejen en nosotros.





sábado, 7 de marzo de 2015

Por si aún no te has enterado, esto no va de mirar.

Miranda vivía esperando algo.
No. Miranda no vivía esperando algo.
Miranda vivía esperando a alguien. Sí, eso es.
A alguien que acabase con todo el sufrimiento que cualquier otro alguien le había causado. A alguien que la abrazase y le dijese "Tranquila. He tardado, pero no pienso irme jamás." y que la besase dulcemente, cosiendo sus heridas para no volverlas a abrir nunca.
A alguien que no repitiese la misma historia de siempre. Miranda se había cansado del mismo guión. Miranda se había cansado de perder, incluso luchando sola. Y hasta el final.
Miranda vivía esperando a alguien que consiguiese hacerla sonreír cuando llorando, sorbiese por la nariz todas sus penas. A alguien que, después de calmarla, no la arrojase de nuevo a su desazón.
Miranda esperaba a alguien que le acariciase el pelo hasta quedarse dormida y, una vez en brazos de Morfeo, le diese un delicado beso, apenas perceptible y se sintiese afortunado al contemplarla.
A alguien que tuviese los cojones suficientes para quererla. Porque querer a Miranda no era fácil, pero merecía la pena.
Miranda esperaba a alguien que valorase los pequeños detalles que la hacían grande. Porque Miranda no era gran cosa, pero cuando se entregaba a alguien valía más que el amor de cualquier drama americano.
Miranda vivía esperando a alguien capaz de dar la vuelta al mundo solo para abrazarla por detrás. A alguien que nadase desiertos y corriese mares para frotar aquella mejilla calada de pequeños trocitos de afilado cristal y para limpiar aquel nudo de su garganta.
A alguien en cuyos ojos pudiese verse reflejada, incluso cuando ese alguien no la estuviese mirando.
Miranda esperaba a alguien que la apoyase en lo suyo, que todavía no sabía qué era. Pero daba igual.
A alguien a quien poder prestar ayuda. A quien poder prestar su vida.
Miranda vivía esperando a alguien que le hiciese el amor por las noches y amanecer con el Sol y sus caricias en la espalda.
A alguien con quien pasar un fin de semana en el sofá y no echar de menos nada.
A alguien lo suficientemente valiente como para querer alojarse en el caos de su cabeza y hacerlo a gusto.
Miranda vivía esperando a alguien que la sorprendiese y ser ella, por una vez, la sorprendida.

Miranda vivía esperando.


Y la vida no espera a nadie.