
Tumbada sobre la colcha que recubre su colchón, escucha el CD en el que solo hay canciones tristes. No ha cenado, en el menú no estaban sus besos. Sus lágrimas enfrían su rostro. Lleva puesta una sudadera de él, que aún conserva su olor. Todavía se acuerda de cuándo se la regaló. Sonrie, pero es una sonrisa bastante fugaz. Ya no tiene a quien antes le besaba el cuello. Agacha la cabeza, cierra los ojos e inspira el aroma de la sudadera. Abrazos, caricias, sonrisas, sorpresas, mordiscos, besos, cosquillas. Es increíble que un único olor pueda traerte tantas cosas. Exhausta de impotencia y consumida en buena parte por querer poseer un orgullo mayor al de él, lanza un pequeño gemido, se seca las lágrimas con las mangas de la sudadera, para la música y se dispone a salir para decirle cuánto lo quiere y cuánto se están equivocando, que no se hacen ningún bien así y que se hacen perfectamente el uno al otro. Pero tarde. Cuando abrió la puerta él ya se había adelantado y esperaba en su portal.
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