Ella no era chica de rollos de una noche. Nunca le gustó regalar sus besos, porque pensaba que era lo último que le podías dar a alguien: tu cuerpo. No había deseado unos labios que acabase de conocer, y si alguna vez lo hizo, supo disimularlo. Él era el típico chico que coleccionaba besos. Era aplaudido por sus amigos cada vez que su colección se agrandaba. Besos: muchos; sentimiento: no sabía el significado de esta palabra. Comenzaron a hablar, se conocieron una noche, ¿casualidad? Él pensó que era perfecta para agrandar su lista. Ella pensó que él podría ser perfecto a largo plazo. Bailaron, rieron, salieron de la discoteca:
-¿Te apetece dar una vuelta?-Se trasparentaron las intenciones de él.
-Es algo tarde, mejor otro día, ¿vale?
-Puedo acompañarte a casa si quieres.
-Vale.
Él rodeó su cintura durante todo el trayecto. Ella estaba empezando a rendirse, pero no quería, había oído hablar demasiado sobre él.
-Es aquí.
-¿Dos besos?
Ella no dio opción a nada más, aunque luego descubriría que había abierto la puerta del arrepentimiento. Sacó las llaves del bolso, y ahora sí, conscientemente abrió la puerta de su casa.
-Hasta luego.
-Adiós.-La puerta se cerró tras esta despedida, pero ella no subió las escaleras.
Él comenzó a andar con paso lento, rumbo a la discoteca, intentando olvidarse de la presa a la que no había sido capaz de cazar para localizar otra; pero algo le hizo detenerse. Lo mismo que hizo que ella volviese a abrir la puerta y comenzase a correr hacia él.
Se abrazaron, él la levantó en el aire, leyó sus ojos, respondió con un beso.
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