Sentada en el alféizar de mi ventanta observo cómo los niños juegan con la nieve en la calle. Ríen, se lanzan bolas, intentan hacer muñecos, aunque sin mucho éxito. Me fijo en un niña. Viste unos pantalones blancos y un abrigo rosa con un gorro que le cubre la cabeza. Aún así, pueden verse sus cabellos rubios, casi transparentes. Ella también parece transparente. Está sola. Observa cómo los otros niños se divierten. Hay algo de melancolía en su gesto. No debe de tener más de cuatro años. Se acerca a un hombre que está de pie al lado de un banco, hablando por teléfono. La niña intenta llamar su atención con unos golpecitos en la pierna. Nada. Él se gira hacia el lado contrario. Ella lanza un suspiro que solo yo parezco escuchar. Se agacha. Coge algo de nieve para despistar a su soledad. La pasea entre sus manos, indecisa. Camina hasta un árbol. Se sienta apoyando la espalda contra este. Una lágrima resbala por mi ajado rostro. Veo que ella frota sus ojos. Su respiración es entrecortada. Ahoga sus gemidos para que nadie la oiga llorar. Mis arrugadas manos frotan mis mejillas, sintiendo las hendiduras del tiempo. Hace algo más de sesenta años, cuando yo nací, murió mi madre. Mi padre era un hombre de negocios y siempre estaba de aquí para allá. No recuerdo su rostro de otra manera que no sea arrugado y ocultando una temprana senectud. Nunca supe llamarlo papá, porque nunca pude llamarlo. Hoy, la casa está oscura. Ya no tengo los pasos de quien un día se acostó a mi lado, ni los llantos de unos bebés que ahora viven fuera. Comparto piso con la soledad. No suele hacer mucho ruido y, aunque parece escucharme, nunca responde. De vez en cuando, suena el teléfono, pero mi voz parece cubierta por el polvo, como un instrumento abandonado. Son llamadas por cortesía, porque hay un vínculo madre-hijos, acaban pronto. Corro las cortinas. Las nueve y media. Es hora de echarme en una cama de la que me sobra la mitad.
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