Acaricia el lomo de aquel gato negro y percibe su dulce y melódico ronroneo. Se levanta del sillón, dejando el libro que tenía entre sus manos en la mesa, cambiándolo por una taza de café a la que da un largo sorbo de camino a la ventana. Está amargo y esta vez no ha sido un despiste, esta vez no ha olvidado el azúcar.
Contempla cómo el valle se abre a los pies de su casa iluminado a penas por unas cuantas estrellas valientes que resisten a la niebla y la luz del porche, en el que reside una hamaca que todavía no se ha atrevido a estrenar. Cierra los ojos para dar otro sorbo al café y cuando los abre, sorpresa, todo sigue igual.
Bueno, exactamente igual no, Faraón se ha dormido al calor de la chimenea que chisporrotea sin interrumpir demasiado.
Apura la taza que deja en la mesa y decide que por hoy ya ha sido demasiado.
Acaricia muy suavemente la cabeza de Faraón para desearle unas buenas noches y abandona el salón.
En la entrada, coge su cazadora que imita a la piel de cualquier animal que él no estaría dispuesto a sacrificar para abrigarse, las llaves y sale casi sin hacer ruido.
La primera bocanada de aire condensa y él, como un niño divertido, expulsa otra para que siga el mismo camino que su compañera. Pero pronto recuerda que este invierno hace más frío que el anterior.
Y lo mucho que le gustaba a ella la libertad. Una casa con porches, con una hamaca donde poder leer tumbada al Sol, con flores de colores en las ventanas de la segunda planta, con vistas a la montaña. Y la libertad, cuánto le gustaba la libertad.
Por hoy ya ha sido demasiado fuerte y va a rendirse un rato, antes de acostarse en aquella cama que le queda grande para intentar dormir.
A ella no le gustaba Faraón y por eso se fue (o eso se obliga a creer). Por eso, ahora que Faraón no lo ve, ha decidido apretar la herida hasta que salga algo de pus.
Ella decía que daba mala suerte.
Se acerca a la hamaca, con paso lento, tan lento que se diría que no está avanzando. Pero lo está haciendo, y mucho.
Una vez tan cerca que podía tocarla, descubrió que en ella había pelos negros. Faraón.
Sonrió.
Entró en casa y él no se había enterado de nada.
Volvió a acariciarle el lomo.
-Tú no das mala suerte, amigo mío.
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