jueves, 19 de mayo de 2011

Y por fin, un día oyó unos pasos, sus pasos...

Sentado. En aquella mesa alta de madera en la que llevaba ya años. Sin variar a penas la postura. Ni si quiera había pestañeado. Sus pupilas, antes negras, se habían tornado de un color blanquecino, a causa del manto de polvo que recubría su cuerpo. Todos aquellos largos meses mirando a la misma puerta. A veces le parecía oír sus pasos, pero eran las ganas de verle lo que le hacía escuchar aquéllo, habían pasado muchas primaveras desde la última vez que escuchó sus pasos. Pero confiaba en que volviese a entrar en esa habitación. Habían pasado por muchas cosas juntos, fueron inseparables, él que se sabía toda su vida y que había hecho todo lo que había estado en sus manos para hacerle feliz. Y que volvería a hacerlo para volver a verle sonreír.
Él que se creyó único, y que pensaba que las noches en que se desvelaba y lo abrazaba podían volver, por muchos años que pasasen.
Y por fin un día oyó unos pasos camino de la habitación, y en su pequeño corazón desgastado por los años, se encendió la llama de la esperanza. "Tal vez ha estado ocupado, puede que venga a disculparse y a recordar viejos tiempos con la luz de su mesita de noche encendida, y tal vez volvemos a jugar con la maqueta de un transbordador espacial que colgaba del techo de su habitación, quizás vuelve a confiar en mí" pensó.
El niño, que ya no lo era, abrió la puerta y se aproximó a él, lo miró a los ojos, y sin pestañear, ni dar muestras de conocerle, zambulló a su osito de peluche en una caja de cartón.

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