Vuelve a cerrar los ojos. Pero no de cualquier manera, sino como hacía mucho que no los cerraba; esa forma de cerrar los ojos que viene acompañada de una profunda inspiración que guarda dentro de ti, para siempre, el olor del momento, y tras la que se apoyan los puños cerrados en el pecho de quien está justo delante. Y después solo te queda rendirte, con los ojos cerrados tu frente se posa en aquellos labios que no pueden hacer nada más que besarla.
Se detiene a escuchar aquellos latidos, que suenan igual que cuando ella llama, suavemente, con los nudillos, a la puerta de su casa.
Le encantan esos momentos a cámara lenta (se marea cuando la vida sigue su curso normal, vertiginoso a su parecer).
Él expira lentamente todos sus miedos y la caricia de aquella tormenta sobre su pelo le hace sentir de la misma forma que cuando, desatendiendo a todas las voces del interior del vehículo, saca por la ventanilla la mitad de su cuerpo y el viento llena de oxígeno cada una de sus arterias y su circulación se ve favorecida, y le crece el corazón.
El equilibrio del momento se ve roto por una mano que comienza a recorrer el largo de su brazo, tocando en cada poro de su piel las notas de su canción favorita que siempre consigue erizarla. Y al llegar a su hombro, la melodía queda en pause y cree que su último latido ha sido más fuerte y en todos los lugares de su cuerpo.
Y el volcán, a punto para la erupción, de su interior le provoca un seísmo desde la punta de los pies hasta la raíz del cabello, tirando todas las estructuras emocionales que no resistirán la explosión. Necesita de ayuda humanitaria para reponerse al desastre natural que se cuece en el fuego de sus entrañas.
Y el auxilio le llega desde las playas de sus labios, justo en pleamar. Y las heridas curan apenas sin escocer (o no demasiado). Y una gota de mar se desliza por su mejilla derecha, pero es felicidad.
Abre los ojos: aún no ha habido tormenta pero ya ha salido el arco iris.
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